La primera vez que se vieron, Isabel II era todavía la pequeña Lilibeth, entonces tenía ocho años y Felipe de Edimburgo, 13, sin embargo, nunca imaginaron que llegarían a ser una de las parejas más estables y duraderas de la realeza. Era la boda del duque de Kent (tío de la reina Isabel) y de Marina de Grecia (prima de Felipe de Edimburgo), en la cual coincidieron y en la que tendrían un primer contacto sin que ello tuviera mayor relevancia.
Pero sería en 1939, durante una visita de la futura heredera al trono inglés al Colegio Naval de Dartmouth, a la que asistió acompañada de sus padres y de su hermana Margarita, cuando volvería a estar frente a Felipe, quien se había convertido en un gallardo y atractivo cadete. Y a partir del reencuentro (ella tenía 13 años y él 18) inició una entrañable amistad, se escribían con frecuencia y siete años después oficializarían su noviazgo, una vez que los padres de la madurez necesaria para formalizar su relación. Un año más tarde, el 20 de noviembre de 1947, se unirían en matrimonio.
¿El hombre que amó demasiado?
Ser el príncipe consorte no ha sido una tarea fácil para Felipe de Edimburgo, quien al casarse tuvo que renunciar a todo, incluso a sí mismo: dejó su carrera naval, sus títulos, los apellidos alemanes de su padre y se asumió,
lo diría él mismo más tarde, como el único padre en Inglaterra cuyos hijos no llevarían sus apellidos. Además, debió acoger la religión anglicana y a su boda no pudo invitar a sus hermanas, quienes estaban casadas con líderes nazis.
Mientras toda esta historia de amor se gestaba, Isabel todavía era una princesa y estaba perdidamente enamorada de Felipe, aunque de él no se podía decir lo mismo, y no porque no lo sintiera, pues nunca se ha distinguido por demostrar de modo abierto sus sentimientos. Sin embargo, tuvieron cinco años de felicidad plena después de la boda y se establecieron como una familia. La magia terminó cuando Isabel asumió el trono. En ese momento, él se desdibujó para siempre y según Michael Parker, quien fue su primer secretario particular, se sintió infravalorado, por lo que solía decir: “Soy una condenada ameba”.
Isabel, siempre ilusionada
Acostumbrado a su independencia, Felipe se convirtió en el hombre que camina dos pasos atrás de la reina, y es cierto que su unión no ha sido un camino de rosas, basta recordar las múltiples infidelidades que se le atribuyen desde sus primeros años de matrimonio, en las que han figurado nombres como Daphne du Maurier, esposa de uno de los trabajadores de la oficina del príncipe, su amiga de la infancia Hélène Cordet y la estrella de musicales en los años 50, Patricia Kirkwood, en particular en este caso, llegó a afirmar que eran “mitologías de la prensa”.
No obstante, su enlace nunca tambaleó. A ambos hay que reconocerles el esfuerzo que han hecho para que esto suceda; uno a otro se apoyan, él, pese a ser por mucho tiempo un miembro incómodo de la realeza británica, siempre se muestra sonriente y ha sido un bastión para la monarca. Ella, por su parte, a pesar de los años, lo mira con admiración y ha recurrido a él para aprovechar su experiencia y pedirle consejos sin que pierda ni por un minuto su imagen de soberana inalterable.
Esta pareja real, sin duda, ha sido un ejemplo de lo que es defender una relación marital más allá de cumplir con los protocolos, pues el cariño que se tienen se respira en el ambiente.
Celebración de oro
Su reino se preparó para festejarlos en noviembre pasado y como parte del homenaje, se lanzaron monedas conmemorativas de oro y plata en las que aparece el retrato de la reina Isabel II, y en segundo plano el príncipe Felipe, duque de Edimburgo; en el reverso se encuentra la imagen de la pareja real montando a caballo, un pasatiempo que ambos disfrutan.
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Josue Gonzalez Ruiz
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