Se cuenta que un día de los tempranos años 90, un periodista le preguntó a Madonna qué se sentía ser la segunda mujer más famosa del mundo. “¿La segunda?”, dicen que exclamó la Reina del Pop, “¿pues quién es la primera?”. La respuesta era obvia para todos, excepto, por lo visto, para la cantante: la princesa de Gales.
Hoy, a 20 años de su fallecimiento en un accidente automovilístico en París, Diana Spencer continúa intrigándonos. Lo demuestran los más de 17 millones de resultados que arroja Google cuando se busca “Diana de Gales”, una cantidad sustanciosa que aumenta a más de 23 millones si se escribe “Lady Di”.
Pese a su ausencia, aún es noticia: hay teorías de la conspiración alrededor de su muerte, pruebas para negar estas mismas, nuevas cintas de confesiones, distintas biografías, documentales, películas… La fascinación que provoca no es gratuita. Más allá de su belleza, su sentido de la moda y, por supuesto, su pasión por la filantropía, fue su desgracia pública la que atrajo los ojos del mundo a Buckingham, un palacio gris, habitado por una familia que, comandada por Isabel II, se distinguía por la estabilidad de su carácter fuerte y frío.
Los ingleses, acostumbrados a la inexpresividad de la Corona (un protocolo para el que sus miembros son aleccionados desde edades tempranas, ya que una sola expresión facial o corporal puede implicar la opinión política), recibieron con afecto la integración de una princesa que no parecía figura de hielo, sino, por fin, una persona real, capaz de mostrar alegría y aflicción en público.
Lady Di a veces reía a carcajadas, otras hacía muecas de disgusto y, en más de una ocasión, dejó salir algunas lágrimas. Fue debido a esa “desfachatez emocional”, por llamar de alguna forma a su comportamiento, que la gente, sintiéndola más cercana, la colocó como su evidente figura favorita de la familia real, lo que resultaba incómodo no solo para su suegra, la reina Isabel II, sino aun para su esposo, Carlos, que no contaba ni con la cuarta parte de simpatizantes, pese a ser el heredero al trono.
Pero el amor público también tiene un lado B. Mientras la gente la llamaba “la Reina de Corazones”, ya que había conquistado a todos con su vulnerabilidad y generosidad, no había un paso que pudiera dar sin llevar tras de sí a todo un séquito de fotógrafos que la perseguían para conseguir las imágenes de portada del día siguiente.
Su relación con la prensa fue un arma de doble filo. Le daba poder, a veces ella los convocaba para llamar la atención sobre ciertos temas que iban desde publicitar una causa benéfica hasta un romance, pero también la cobertura eterna de sus acciones le restaba intimidad y contribuyó a empeorar su carácter ansioso y depresivo.
Un cuento trágico
La de Diana y Carlos de Gales fue la boda que marcó la década de los 80. Era el verano de 1981, y de la catedral de Saint Paul salieron los novios rodeados de un halo que los hacía lucir como final de película de Disney. Gente de todo el mundo siguió la transmisión televisiva que registró más de 750 millones de espectadores. No había Internet y, aun así, decenas de naciones se habían conectado y concentrado en un mismo evento gracias a sus pantallas.
La novia, enfundada en un enorme vestido de hombreras hecho por los diseñadores Elizabeth y David Emanuel, sonreía tímida y feliz. Pero cuando pensaba que las cámaras la descuidaban, se veía seria y desconfiada. Ya desde ese primer día de aparente ensueño, Diana Spencer estaba viviendo un tormento: entre los invitados a la boda se encontraba Camilla Parker-Bowles, antigua novia del príncipe Carlos, que se convertiría muy pronto en su mayor antagonista.
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Josue Gonzalez Ruiz
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