“Ayúdame, Obi-Wan Kenobi. Eres mi única esperanza…“, pronuncia una hermosa y joven mujer enfundada en un amplio vestido blanco. Su pelo castaño acomodado en dos curiosos moños laterales parecidos a un par de audífonos alcanzan a verse debajo de la capa también blanca que cubre su cabeza. La imagen es tan hipnótica que Luke Skywalker (protagonista de la historia que aquí se describe) no puede dejar de verla una y otra vez en un ciclo de entrecortadas repeticiones, y es que la mujer no es sino el holograma de una que, ante el peligro en que se encuentra, ha decidido enviar, por medio de un androide, un mensaje urgente para solicitar auxilio.
Es la princesa Leia Organa, del planetaAlderaan, y con su llamado comienza Star Wars, la más famosa saga de ciencia ficción que ha mantenido en vilo a millones de fanáticos alrededor del mundo desde 1977. La actriz que interpreta a este seductor personaje es Carrie Fisher, polifacética, magnética, quien ese año no sabía que su papel en esta película (de guión tan poco común que pocos apostaban por su éxito) estaba por convertirla en parte de un fenómeno global capaz de marcar un antes y un después en el género scifi y de trascender como un elemento básico de la cultura pop.
“No hubiera aceptado si hubiera sabido que me iba a dar el mismo estatus de celebridad que tanto daño le hizo a mis padres”, declaró muchas veces en entrevistas. Porque a pesar de lo que pueda parecer, la fama no es una carga fácil de llevar. Mucho menos cuando va acompañada de un furor como el que provoca Star Wars, se ha crecido en una familia afectada por el exceso de atención mediática y, sobre todo, se padece un mal mental y nadie parece hacer nada para brindar un poco de comprensión.
Nacida para ser estrella
Aunque las películas concebidas por el cineasta George Lucas le dieron una imagen icónica, Fisher era bien conocida desde mucho antes de haber filmado siquiera la primera toma de la saga. Su nacimiento, el 21 de octubre de 1956, Beverly Hills, constituyó un suceso, ya que fue la primera hija del otrora considerado matrimonio ideal en Estados Unidos: el que conformaban la adorable actriz Debbie Reynolds (inmortalizada en la película Singing in the Rain) y el cantante Eddie Fisher, galán del momento que tuvo a mal abandonar a su familia un par de años después de la llegada de Carrie (y solo uno después del de su hijo menor, Todd) por la actriz Elizabeth Taylor, quien antes de eso había sido amiga de Reynolds.
Si primero gozaban de acaparar a los medios por ser la pareja favorita del público, luego lo fueron por su escandaloso divorcio y, más adelante, por sus múltiples matrimonios: Debbie se casó dos veces más y Eddie se sumó otros cuatro enlaces, además de tener una cantidad de romances tan inmensa que no pudo ni contarlos todos en su autobiografía Been There, Done That, publicada en 1999. Sobra decir que ninguno de esos casamientos finalmente funcionó en realidad…
Así que, por una razón u otra, Carrie Frances Fisher siempre tuvo un lugar en los tabloides de espectáculos. En una ocasión en donde el periodista Bill Carlson la entrevistó en 1977, luego del estreno de la primera cinta de Star Wars, y le preguntó cómo le sentaba el estilo de vida de Hollywood, ella respondió: “Esto es lo único que he conocido, es normal, no tengo otra perspectiva de la vida, lo común para mí es tener padres cuyo trabajo es maquillarse y sonreír durante tres horas, así que estoy acostumbrada a esto”. Y claro, para Carrie la industria del cine no era algo nuevo.
Creció, con su hermano Todd, en medio de celebridades y juegos en el glamoroso clóset de su elegantísima madre, en una mansión del código postal más famoso de California (90210), donde la línea entre la realidad y las películas resultaba tan delgada que muchas veces no sabía dónde acababan los personajes que veía en la pantalla y dónde comenzaban en verdad a aparecer sus padres. “Mi percepción de la realidad fue formada por Hollywood”, apuntó en su libro Wishful Drinking, basado en su show homónimo, “así que de niña pensaba que los programas de televisión eran reales y que mi vida era falsa. Ahora, cuando analizo, puede ser que no estuviera equivocada”.
Antes de su debut en el mundo del espectáculo, al que llegó de la mano de su madre a los 15 años (trabajó como corista del musical de Broadway Irene, del que Debbie Reynolds era protagonista), su familia la consideraba un “ratón de biblioteca”. Amaba leer y escribir. Esta última fue una actividad en la que brilló hasta los días finales de su vida (hizo prosa, poesía, teatro y guiones), sin embargo, fue muy poco reconocida debido al cegador fulgor de la princesa Leia. “George Lucas arruinó mi vida” es algo que decía a menudo en público y luego hacía chistes mordaces al respecto, porque si algo tenía Carrie, además de carisma, inteligencia y belleza, era buen humor: “Lucas es el hombre que me convirtió en una muñeca de acción.
Una figurita a la que mis ex podrían clavarle alfileres si querían. También me convirtió en una botella de shampoo y en una señora cara de papa [...] hay incluso una muñeca sexual en forma de princesa Leia, de modo que si alguien me dice que me joda a mí misma, bueno… solo tengo que subirla a mi auto y llevarla a algún hotel”.
En una galaxia muy, muy lejana…
Cuando George Lucas “arruinó” su vida, Carrie tenía solo 19 años de edad. Ya había trabajado en Broadway y filmado una película: Shampoo, con Warren Beatty y Goldie Hawn. Como se dijo antes, no se trataba de una desconocida para los medios, así que verla ascender a la fama (la individual sobre la familiar) era algo que se esperaba desde el día que nació. Lo que sí resultó impactante fue que sucediera tan rápido y a tan gran escala, debido a que Star Wars no era algo por lo que muchos apostaran en aquel entonces. En las entrevistas de esa época, muy diplomática y moderada, solía decir que el éxito de la cinta la había tomado por sorpresa y que incluso consideraba prematuro hablar de ello, pero en Wishful Drinking confesó que quienes formaban parte del proyecto sabían que se trataba de un hit y que el único que no lo creía era el propio Lucas.
Carrie llegó ahí haciendo una audición donde compitió contra Jodie Foster, Terri Nunn y Amy Irving. Como pasaron varios días sin que tuviera noticias de nada, consideró que no había conseguido el papel. Pero de pronto llegó la llamada. Y con ella, los cambios y los desconciertos.
Lo primero que le dijeron fue que tenía que bajar de talla: “Yo pesaba unos 48 kilos en ese entonces, pero 4 como 10 se concentraban en mi cara, me pidieron que los eliminara porque, para colmo, me habían elegido un peinado extrañísimo que no hacía más que otra cosa que ensanchar mi rostro. George Lucas me preguntó qué pensaba de esos tomates en el pelo que eran como rollos de canela, y yo estaba tan temerosa de que me echara por ser gorda que le contesté que los amaba”.
El director también le pidió no usar sostén bajo su famoso vestido blanco. Cuando Carrie le preguntó por qué, la respuesta fue tajante y cuestionable hasta hoy: “Porque no hay ropa interior en el espacio”. Pese a su natural mo- lestia, ella acató las reglas y dio vida a uno de los personajes femeninos más memorables de la historia del cine de ciencia ficción. Era una princesa, sí, pero una que hacía estrategias, que no dudaba en tomar un arma si era necesario, líder de una rebelión. El peinado –que no la convencía en el foro de filmación– se convirtió en un estilo emblemático, millones de veces imitado en el mundo, al igual que el legendario bikini dorado en el que aparece como esclava en la tercera entrega de esa etapa de la saga Star Wars: Episode VI – Return of the Jedi (1983), atuendo que la convirtió en un símbolo sexual generacional y que también, más adelante, inició una potente discusión sobre la cosificación de la mujer.
Mientras todo esto sucedía, Carrie comenzaba a enredarse en una espiral descendente en donde drogas y el alcohol eran la constante. No solo porque la fama le imposibilitara salir a la calle en paz o su vida familiar continuara en turbulencia, sino que padecía desorden bipolar sin saberlo. Tenía cambios de humor abruptos que eran intensos e incontrolables, mismos que afectaban cada vez más su vida, y encontró en las adicciones un modo irónico de “control”: “Sentía que las sustancias me contenían, que me hacían más normal”, confesó años después.
Para conocer más de Carrie Fisher, encuentra esta nota completa en la última edición de Vanidades.
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Josue Gonzalez Ruiz
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